Salir de la oscuridad

Hace tiempo que dejé de librar batallas contra mí misma. Eso no quiere decir que no las tenga, porque al final de cuentas la vida misma es una lucha, una carrera de fondo, de resistencia para seguir de pie y, en muchas ocasiones, uno es su peor detractor o su mejor resorte para seguir adelante.

A veces cada cual encuentra el medio, la meta, o todo en conjunto o sólo algo de esto, o a veces nada. Hay que ser muy listo para vivir la vida e incluso diría que astuto. Aprender a vivir a medias o con lo que se tiene, hasta donde llegue tu horizonte. Más vale dar por descontado que la vida es una ilusión, una creación mental de nuestra inteligencia, una construcción social que nos plantea pocos caminos. De no darnos cuenta de la trampa que es la vida estaríamos destinados a la infelicidad perpetua.

Para salir de estas oscuridades aún tenemos una buena tabla de salvación: el conocimiento.

Querría renunciar a este tipo de pensamiento, pero me es casi imposible. Divago tanto que a veces percibo que la danza de pensamientos que pasan por mi cabeza suelen jugarme malas pasadas.

Es aquí cuando debería recordar que lo vivido ha valido la pena. De otro modo seguiría muerta o en estado vegetativo. Empezaría por recordar mi infancia, desdibujada ahora, pero que tomaba un nuevo valor inusitado para mantenerme con vida.

Lo primero que llega a mi mente es la calle. La calle era mi refugio. No es que no tuviera un hogar, lo tenía y mucho porque mi madre era una mujer perfeccionista, que cuidaba cada detalle de la casa al igual que nuestra educación, vestido y alimentos. Y mi padre estaba consagrado al trabajo que nos permitía llevar una vida apretada económicamente, pero digna.

Sin embargo, la calle era emoción, me permitía explorar, pero sobre todo me permitía observar.