No quieren mirar arriba
No miran arriba
El Estado, sus integrantes al más alto nivel, no quieren mirar arriba.
Así como en la aterradora comedia negra de Adam MacKay, que lleva ese nombre (Don´t look up) las alertas se encienden para mostrar la inconformidad ciudadana hacia una decisión unilateral, innecesaria y en una de esas hasta oportunista, que tiende a una concentración de poder de quienes “ya llegaron”, una bola de nieve que crece como el cometa gigante que se aproxima a la tierra en “No mires arriba”.
Las personas que ocupan estos altos niveles por voto popular, elegidos en un sistema democrático no quieren mirar o cierran los ojos y dicen que los que nos manifestamos y queremos hacer oír nuestra voz no existimos, que nada está pasando, que somos hipócritas y demás, que la manifestación del pasado domingo 13 de noviembre es artificial, un “striptease” se dijo en la tribuna mañanera.
Ninguna institución o persona es “intocable”, así que difiero acerca de la consigna del domingo “El INE no se toca”; pero me queda claro que no así, en la forma en que se plantea desde el Poder, como se han ejecutado otros proyectos del gobierno actual, un gobierno que se caracteriza por su falta de transparencia y su negación de la verdad, que nos receta a diario falsas dicotomías y otras falacias.
No soy integrante de ningún partido (incluso recientemente he sido objeto de una cuestionada rescisión laboral por parte de personas designadas por el partido de derecha, que domina con total absolutismo los tres Poderes del estado donde radico y he vivido prácticamente toda mi vida), no se me puede categorizar, y menos ahora, como una clase de privilegio; no soy “conservadora” ni “neoliberal”, ni siquiera tengo un juicio radical sobre el espectro político o los modelos económicos actuales. Creo que necesitamos un Estado fuerte, pero no con un poder absoluto, sino con frenos y contrapesos. Un sistema presidencialista como el nuestro vive en la línea de ser, en los hechos, absolutista y de eso sabemos quienes vivimos la mayor parte de nuestra vida con el dominio de un solo partido político.
Mis raíces no se encuentran en una familia de privilegio, todo lo contrario: fui la quinta hija de una familia en la que nunca nos faltó comida, vestido y techo, pero que tuvo carencias.
Mis padres trabajaron sin descanso para que esa comida, vestido y techo nunca nos faltaran y casi todos los hermanos, 5 mujeres y 1 hombre, trabajamos desde muy jóvenes para contribuir lo más pronto posible a nuestra propia manutención; estudiamos en escuelas públicas o bien, como fue mi caso, con una beca por excelencia en una institución privada porque no había dónde más estudiar la carrera que elegí en ese momento.
Para compensar la necesidad y el salario de mi padre, insuficiente para las necesidades de la familia, mi mamá hacía actividades extra a la carga de trabajo del hogar: vendía comida y ropa, aunque eso significó años de desgaste físico y mental que hacía crisis en nosotros.
Mis primeros 10 años de vida vivimos en casas rentadas. Solo teníamos acceso a ropa nueva una vez al año y era costumbre recibir las ropas de la hermana mayor cuando ésta ya no cabía en ellas.
Mi mamá nos repetía hasta el cansancio, en forma de consigna, casi como un mantra que, ante todo, debíamos estudiar.
No viajábamos, salvo en algunas vacaciones a ver parientes a Coatzacoalcos o Ciudad de México, en tren porque era gratis al ser mi papá empleado ferrocarrilero.
De manera que vivimos austeramente, casi en el límite.
Mi mamá agotó el alma y el cuerpo para “sacarnos adelante”, para vivir dignamente pese a todas las limitaciones que nos imponían las circunstancias, para proveernos de educación formal, bajo la premisa de que era condición para “salir adelante” con nuestro propio trabajo, llegada nuestra adultez.
Mi papá, aún hoy, se precia con orgullo de haber sido un trabajador y más tarde servidor público honesto, entregado al trabajo y sin haber cometido, jamás, algún acto que hubiera quebrado su ética personal y profesional.
Ninguno de los dos concluyó la primaria y, pese a los sufrimientos que conllevó, todos los hijos tuvimos acceso a una educación superior y a un ejemplo de vida ético y moral.
Y ayer fui a marchar porque, como parte de esa familia, que conoció carencias y necesidades; que a través de una madre desafiante de su “destino”, aprendimos que aspirar a una vida mejor, de manera honesta, decidida, rebelándonos a lo que parece ser un final sin opciones, se da marcha a un motor de cambio no sólo en términos económicos sino en términos de pensamiento, de evolución como personas y como sociedad; y yo a mi vez estoy comprometida con mi hija a aspirar a una vida digna y a un pensamiento crítico. ¿A qué sino a evolucionar para mejor es que deberíamos aspirar?