Mi papá el ferrocarrilero

Mi padre es ferrocarrilero, hijo de ferrocarrilero. A él no le tocó el trabajo de campo, pero laboró en la extinta Ferrocarriles Nacionales de México gran parte de su juventud y en general un gran capítulo de su vida.

Sí, nos entra la nostalgia en casa, más a él, claro, porque el ser ferrocarrilero influyó en su vida y, de hecho, lo llevó -benditas casualidades- a cambiar su residencia de Coatzacoalcos a Mérida en 1968, cuando por efecto de una fusión de los ferrocarriles yucatecos (Ferrocarriles del Sureste) fueron transferidos a estas benditas tierras del Sureste. Fueron años difíciles, migrar de tu terruño a un lugar desconocido y, hay que admitirlo, algo segregacionista, le costó, más a mi madre y a los tres chiquillos que ya traían, muchas lágrimas. Pero, afortunadamente, aquí se quedaron, hicieron amigos, recompusieron su vida, se adaptaron y tuvieron tres hijas más, la penúltima que soy yo entre estas.

Todavía recuerdo los viajes que nos tocó hacer por tren (ya sin aquellos vagones Camarote) a Coatzacoalcos para visitar a nuestros parientes, en un Veracruz que dista mucho del territorio inseguro que es hoy.

A todo esto el viaje no era miel sobre hojuelas, pero nos permitía viajar a toda la familia con un pase de padre ferrocarrilero. Teníamos que llegar a la estación -que hoy es la ESAY- y ganar lugar entre los cientos de personas que se apostaban al pie de la vía de salida. Este momento era crucial porque podía definir si ibas de pie o sentado. Si no alcanzábamos lugar había que esperar la siguiente estación para aspirar de nuevo a tener un lugar. En fin que la cosa era algo complicada. Y aún faltaría mencionar que mi madre, una mujer perfeccionista, se aprovisionaba de alimentos para uno o dos días para toda la prole. Y con eso también hay que mencionar las maletas, las almohadas, cobijas y un largo etcétera de parafernalia de viaje.

Yo, que no alcancé aquellos trenes elegantes e incluso los que tenían camarotes con sillas que se convertían en camas, intentaba entretenerme en esa larga, interminable, infinita travesía en ferrocarril.

En ocasiones viajamos incluso a la Ciudad de México, cuando visitábamos ahí a la abuela paterna que se avecindó muchos años en la capital, viuda de mi abuelo ferrocarrilero.

Bien pensando se trataba de una familia extendida que había sido integrada a la misma actividad del patriarca. Por eso, mis tíos estaban también ligados a la actividad de las vías y estos a su vez habían integrado a ella a algunos de sus hijos, de manera que teníamos tíos y primos a quienes hoy recordamos como profesionales de la actividad ferrocarrilera en diferentes campos.

En fin, que hoy en el día del Ferrocarrilero no puede pasar desapercibida nuestra conexión con ese medio de transporte en épocas pasadas. Y tampoco puedo dejar de pensar lo poco que, de aquella vida entregada con profesionalismo y honestidad, hoy puede gozar mi viejo, con la poca pensión de ferrocarrilero que lo sigue uniendo a aquella vida que se fue…

II

Viajar en tren era una especie de juego de ruleta porque igual unas estaciones podían estar casi vacías, así que muy poca gente subía a los vagones, pero había otras que hoy, bien estudiada la imagen del recuerdo, se asemejaba a un vagón del metro de la Ciudad de México en estación de transborde porque una masa de personas, con bolsas, maletas, niños e incluso gallinas, inundaban los vagones y los pasajeros se apretujaban a tal punto que algunos golpes llegaban hasta tu cabeza, provenientes de algún abultado bolso o la pata de un ave de corral que, desafortunadamente, seguro se quedaría ahí una gran parte del camino.

La solución para superar estos momentos y el aburrimiento en casi todo el viaje era dormir, en caso de que se pudiera en las condiciones que ya he descrito y una segunda opción, la que yo prefería, era mirar por la ventana esa verde llanura que pasaba frente a mis ojos de forma repetitiva, incluso podíamos, con cuidado, sacar las manos y sentir el aire en nuestras caras mientras el tren avanzaba lenta, tediosamente, con el insistente sonido que generaba el contacto de las ruedas con las vías.

Claro está que dejarse hipnotizar por el monótono paisaje no era una solución que funcionaba en mis noches de insomnio en el vagón, acurrucada en el duro sillón que compartía con mis hermanas y mis papás. La profundidad de la noche sólo permitía ver en el vidrio nuestro propio reflejo, lo que sólo cambiaba cuando, por fin, empezábamos a distinguir las luces de algún poblado o estación próxima, lo que me abría grandes expectativas de ver las calles, autos y en general tener un panorama divertido en la lentitud de la travesía y la profundidad de la noche o de la madrugada. Nunca fui un ave diurna, así que superar la noche de insomnio podía ser relativamente fácil.

A la mañana siguiente era fascinante que, en alguna estación, los vendedores nos ofrecieran tamales, empanadas y café con leche desde fuera, creo que algunas veces podían subir, pero había quienes preferían ahorrar el tiempo de la subida y ofrecer sus productos desde las ventanas, despachar y recibir el pago ahí mismo, aprovechando esa ventaja para ganar clientela. Lo malo es que no siempre podíamos comprar, no solo porque supongo que el presupuesto del viaje era limitado, sino porque mamá ya había dispuesto, perfectamente, nuestras raciones y comidas de lo que ella misma había preparado ex profeso para el recorrido.

El reto, para mi alma de niña, era superar el largo camino de la mejor manera. Había algunas oportunidades de correr o caminar en el vagón o visitar los otros vagones, jugar o leer.

Lo que era casi insoportable eran estas, para mí, inexplicables paradas que el tren hacía en medio de la nada, que igual podían durar 10 minutos que dos horas. Me acuerdo nítidamente del ruido del rechinar de las ruedas que se detenían de forma intempestiva y hacían que los vagones se golpearan unos con otros. Y ya sabíamos que no había mucho qué hacer cuando surgía algún imprevisto como este, más que esperar. Yo, que nunca fui muy tolerante al calor de mi tierra, sentía que moría cuando estas pausas ocurrían de día en los tramos en los que el calor y la humedad eran una combinación insoportable, además de que la falta de viento hacía que todos quienes llenábamos los vagones sudáramos hasta empaparnos.

Vía de escape. María Fernanda Matus Martínez
Vía de escape. María Fernanda Matus Martínez

Written by Vía de escape. María Fernanda Matus Martínez

Soy una comunicadora experimentada, que disfruta y aprende durante el viaje. He sido periodista, estratega de comunicación para empresas públicas y privadas.

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