Linda
Era una niña cuando mi hermana Linda, como la llamábamos, murió. Para mí fue un golpe doloroso, que no me es posible olvidar después de más de 30 años.
Cuando la gente se refiere al amor, suele pensar en el amor romántico o apasionado. Pero el amor es una idea que no tiene una aplicación exclusiva a un determinado lazo. Yo sigo suspirando cuando pienso en mi hermana Linda y sigo sintiendo un inmenso amor por ella. Pese a mi mala memoria para muchas cosas, incluyendo bibliografías completas de mis autores favoritos o capítulos importantes de mi propia trayectoria personal, a mi hermana la recuerdo claramente, como la imagen de aquella que yo quería ser. Porque también era para mí una inspiración, no sólo porque la considerara bella físicamente, sino porque era un ser especial, de carácter pacífico, una mujer romántica a su corta edad de 16 años. Me daba la impresión y la siento hasta hoy día, de que vivía en un contexto diferente al nuestro que por cotidiano podría decirse que era banal y ordinario. Me parecía que, en cierta forma, ella no estaba solo con nosotros, parecía que vivía en una dimensión diferente, siempre en calma.
Nuestra infancia no era muy diferente a las de las familias de la época y de nuestra clase social. Al ser una familia de seis hermanos, con un sólo ingreso, la pasábamos difícil, carentes de lujos o cosas innecesarias, nos ateníamos a lo que era realmente importante: comer bien, estudiar y ayudar en las labores de la casa que eran agobiantes para nuestra madre, a la que se le iba la vida entre la gran carga cotidiana del trabajo y las actividades que emprendía para compensar el ingreso de la familia: comida para vender, arreglos de ropa, etc.
No la pasábamos mal, pero a mí esta vida francamente me hacía, muchas veces, infeliz, lo que se tradujo en una constante en mi vida: tratar siempre de vivir mejor, moverse hacia adelante, tratar de no repetir la historia.
Pero Linda era diferente. Ese ambiente no parecía interrumpir o afectar en ella esa especie de permanente estado de tranquilidad y felicidad, incluso cuando, como era costumbre en la época, recibíamos castigos corporales por desatender las reglas de la casa, una de las cuales era que no era el momento de tener novios. Varios pasamos por la furia de la autoridad cuando este tipo de reglas de importancia eran desatendidas.
Como si el reloj de su vida caminara de forma acelerada, Linda pudo vivir en sólo 16 años lo que muchas personas buscan toda su vida sin encontrar: el amor verdadero. Sabemos que es verdadero porque fuimos testigos de cómo ese romance clandestino que tantos castigos le costó, se transformó en un acompañamiento mientras duró su enfermedad. La leucemia la dejó indefensa, débil, sin cabello y con la piel pegada a los huesos en cosa de meses. Pero Juan, el novio que tuvo desde años atrás, a tan corta edad, permaneció a su lado y, para no hacer el cuento largo, se casó con ella en una boda de cuento, no por lo costosa, sino porque así, débil y enferma pero con el brillo de siempre en los ojos y la sonrisa en los labios, Linda y Juan pudieron ver realizado el sueño de su vida, jurarse amor eterno. ¿Pudo haber sido diferente? ¿un amor pasajero de adolescentes rebeldes que se esfumaría con la llegada de la enfermedad? Pues no lo fue. Por el contrario, dejó ver que detrás de ese empeño en vivir su romance, ellos habían encontrado el anhelo que justifica la vida: el amor.
Y, contra todo pronóstico, la joven que vió sus días contados en la plenitud de su adolescencia murió con un corazón rebosante de amor, dejando en nuestra mente y en nuestros corazones una inolvidable lección de vida. Es como lo recuerdo.