La libertad de expresión, el derecho a la información y el derecho a la verdad
Cuando pensamos en la libertad de expresión, normalmente nos enfocamos en la perspectiva propia, del valor que tiene el hecho de expresarnos. Eso está muy bien y da cuenta de lo vigente y humano de este derecho, que significa poder decir lo que pensamos y expresarlo en el medio que deseemos. Y así lo consiga el derecho internacional.
En 1793, la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano en su artículo 7 ya consagraba “El derecho a manifestar sus ideas y opiniones, sea a través de la prensa, sea a través de cualquier otro medio; el derecho a reunirse pacíficamente”.
Pero conviene no dejar de lado que este Derecho Humano conlleva implicaciones muy profundas que tienen también que ver con “el otro”, “los otros”, “todos nosotros”, la sociedad en su conjunto, es decir, una dimensión social.
Tanto la Declaración Universal de los Derechos Humanos (en su artículo 19) como la Convención Americana de los Derechos Humanos (artículo 13) dan cuenta de esta dimensión al consignar el derecho de las personas a investigar, recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas, sin consideración de fronteras, sea oralmente, por escrito o de cualquier otra forma.
La reflexión que sigue cuando percibimos el derecho a la libertad de expresión en sus dos dimensiones es casi obvia: ¿cómo podría una persona expresar una opinión razonada, crítica, informada, si a la vez no ejerce su derecho de investigar y recibir informaciones que le permitan acumular y procesar el conocimiento de una forma clara, adecuada o incluso lógica?
En contraste, la respuesta a esa reflexión es compleja: para empezar se requieren medios que aborden hechos desde diversas perspectivas, es decir, medios plurales, diversos en su modo de reflejar el mundo. Y de ser posible que se nos presente esta interpretación de la realidad con información de valor, que nos provea elementos válidos para tomar participación en los grandes debates.
Por el otro lado requerimos un Estado que cumpla la función de garante, con la que obtengamos estos insumos y, entonces, el ejercicio de nuestro derecho a la libertad de expresión sea pleno.
Para materializar estas garantías el Estado tiene que promover medios plurales, incluso medios alternativos, apartados de la lógica comercial. Y por otro lado, debería transformar su sistema educativo hacia uno más enfocado en proveer a los jóvenes herramientas prácticas para distinguir el tipo de información que consumen, casi tanto como la leyenda de ingredientes y valor nutricional de las cosas que comemos.
Al Estado también le concierne garantizar que sus instituciones mantengan políticas de difusión proactivas, rendir sistemáticamente cuentas claras y abrirse a la crítica y al ojo avizor de las organizaciones civiles, periodistas y ciudadanos. Así seguramente podríamos caminar hacia la construcción de un ambiente de debate abierto, real, con información disponible y de calidad.
Importancia mayor tiene la relación entre la libertad de expresión y el derecho a la información con el “Derecho a la verdad”, que si bien por muchos años se restringía a los familiares de víctimas desaparecidas, en una evolución interpretativa se extiende también hacia la sociedad.
Mucho de ello hay en el caso Ayotzinapa y en una serie de hechos en los que familiares de víctimas en México no han podido ser garantizadas en el ejercicio de este derecho, que ahora también afecta a la sociedad.
Frente a esto también está la urgencia nuestra, de no quedarnos como receptores pasivos, sino pasar hacia un alfabetismo mediático y ser capaces de entender, procesar y utilizar eficazmente la información a la que tenemos derecho, exigir la que nos deben y con ello aportar a la transformación de nuestro entorno.